miércoles, 30 de abril de 2014

Dinero, paranoias y nuevos ricos siempre apanicados.




Dime para qué sirve el dinero y te diré quién eres.


Una realidad es que no sabemos para qué sirve el dinero.  Es cierto que es un medio para vivir, pero solemos confundir la calidad de vida con cantidad de gasto; somos malos para ahorrar y nos dejamos llevar por las emociones rápidas y la satisfacción o placer “instantáneo” que nos produce el poseer cosas… finalmente ya quedamos en que hoy vivimos en un mundo exprés, donde todo tiene que ser rápido, nada a largo plazo.

En ocasiones ni siquiera tenemos todavía el dinero en nuestras manos y ya tenemos todo un plan maestro de cómo lo vamos a gastar en ser felices, aunque sea por corto plazo; o quizás a la inversa, es decir que no tenemos el dinero y ni siquiera sabemos de dónde lo vamos a sacar pero ya tenemos en la mira lo que deseamos poseer.  ¿Te suena el tema?

El dinero sirve para que trabaje por nosotros, no nosotros para él; para esto tenemos que invertir nuestros dinero en activos –negocios que generen dinero- y dejar de gastar en los tentadores pasivos –videojuegos, revistas, artículos de colección, etc.-

Si el dinero no sirve para  compartirlo con los demás, entonces ¿para qué sirve? 

Esta es la idea de Warren Buffett, que ocupa el cuarto lugar de personas más ricas del mundo según la afamada lista de Forbes.  Warren es un empresario estadounidense y el mayor inversionista a nivel mundial – sus giros comprenden desde la joyería más exclusiva hasta los ladrillos más económicos-  Él  donó $31 mil millones de dólares para caridad. 





Y yo coincido con su idea: 
el dinero es para compartirlo.





Monomanías, fantasías, paranoias y demencias de los nuevos ricos.


En un escaparate de Louis Vuitton, en ave. Masaryk, Polanco, hay diminutas carteras de más de 12 mil pesos.  En la misma banqueta, unos metros adelante, un tipo vende unas iguales por 250 pesos.  Resulta que como tienen el mismo color que las del escaparate, y además el mismo diseño y hasta el mismo logotipo pues llega la policía. En un mundo justo y sensato se llevaría detenido al estafador que no tiene escrúpulos.  En este, nuestro mundo, se llevan preso al vendedor callejero por incomodar a los nuevos ricos con su realidad más que escandalosa: el verdadero precio de las carteras.






A los ricos de abolengo, esos de toda la vida y muchas otras vidas atrás, les importa un cacahuate que la gente común compre falsificaciones o imitaciones, ellos están en otra dimensión: consumen productos imposibles de imitar.  Entonces ellos no son los que llaman a la policía para que arreste a vendedores como el que referimos.  Son los nuevos ricos, los que no tienen pedigrí y menos abolengo, los que se hicieron ricos en un golpe de suerte y nunca ha tenido una familia poderosa en el pasado ni una educación aceptable.   












Ellos son ricos apanicados de perder un estatus que no es suyo del todo. Entre las múltiples paranoias de los nuevos ricos se encuentra el tener que aceptar que personas pobres y sin suerte compren sus mismos juguetes y fantasías.

A un nuevo rico no le importa la calidad de las cosas, lo que le importa es la garantía de que nadie más que ellos pueden conseguirlo.  Comprar marcas reconocidas implica dejar clara la brecha que ahora los separa de su vida anterior.  




Hace muy poco que eran ellos los envidiosos de los ricos verdaderos, eran los resentidos, los que fisgoneaban en la vida de los otros… por eso ahora viven desesperados por no caer nuevamente en su miseria. 

Parecen decir: prefiero que me roben el dinero que hoy me sobra y no que me quiten mi nueva autoestima… porque de eso tengo poco.






lunes, 21 de abril de 2014

La muerte de un autor es también el inicio de su indefensión.

De la carroña con melcocha, de las palomas-zopilotes. 

La rapiña a la obra de Gabriel García Márquez desde las neuronas de Xavier Velasco. 



Xavier Velasco (www.xaviervelasco.com)


Pronóstico del Clímax

Había una vez un buitre habilidoso, encarnado en la piel de un falso reportero. Su modus operandi solía ser tan simple como impecable: siempre que se veía en la oportunidad de aproximarse a algún artista o intelectual de gran renombre y avanzada edad, se tomaba una foto a su lado. Más tarde inauguraba un archivo especial con el nombre del nuevo miembro de su acervo y lo iba alimentando con recortes y copias de entrevistas, a la espera del instante propicio. Con la ávida paciencia del zopilote.
Cuando al fin espichaba alguno de su lista, se abalanzaba el vivo sobre el archivero y construía un pastiche verosímil, a partir de fragmentos de entrevistas hábilmente engarzados y procesados, tras una introducción muy convincente donde hablaba el farsante de su encuentro con el ahora difunto. En cosa de un par de horas no sólo estaba listo el texto apócrifo, acompañado de la fotografía que no dejaba duda de su autenticidad, sino también la oferta de publicación. Con la noticia fresca del deceso, abundaban los editores afanosos de una entrevista inédita como las que el malandro les ofrecía a precio de exclusiva. ¿Y quién iba a quejarse, si al cabo las palabras ahí citadas habían salido todas de los labios del occiso indefenso?
Como cabía esperar, llegó el día en que el buitre fue exhibido, y hasta ahí llegó el negocio carroñero. Nada hay más simple en la era de internet que mentir, calumniar y usurpar identidades, tanto como atrapar en la movida a unos pocos de quienes dan por hecho el relativo anonimato que la red proporciona a impostores, cobardes, mitómanos y desocupados. Una legión tan amplia y entusiasta que no cabe la idea de seguir su pista, menos aún confrontarles, ni desmentirles. Y si ya entre los vivos no hay defensa posible contra la calumnia, figurémonos cómo les va a los muertos.
“Descanse en paz”, decimos, asumiendo la vida ultraterrena de un espíritu súbitamente autónomo, y enseguida decimos o escuchamos las primeras mentiras y exageraciones en torno al infeliz que no acaba de enfriarse y ya es presa de infundios, excesos y descréditos. O créditos erróneos, que igual desacreditan. Recordemos, si no, aquel texto meloso y cuchipando que algún gandul anónimo atribuyó a la tecla de Gabriel García Márquez. Una vez que el horror ganó notoriedad y resonancia entre las almas cándidas a las que conmovió, poco pudo ya hacer el novelista por disminuir la magnitud del daño, como no fuera aclarar el entuerto y sumarse a la redundante indignación de sus lectores, para quienes fue siempre transparente que un escrito de tan ínfima estofa no podía venir de tamaño escritor.
Perturba imaginar cuántas copias de aquel batiburrillo de melcocha circulan desde la hora de su muerte, pero si la intención es que el alma de Gabo descanse en paz, hoy se lo están haciendo más difícil que nunca. Dudo que un hombre alérgico a la cursilería, a quien le disgustaba hablar en público y lo evitaba enfáticamente, hallaría alguna paz entre tantos que jamás lo leyeron y hoy hablan en su nombre como lo harían de un miembro de su familia. Puestos a especular en temas incorpóreos, ¿quién que sea difamado a cada instante y en todo lugar va a sentirse invitado a reposar?


Conocer a un autor a través de siquiera una de sus obras supone un alto precio al ojo legañoso del iletrado ilustre, habituado a citar con pompa de sabihondo a los autores que jamás leerá. ¿Y para qué, no es cierto, si otros lo masticaron ya por él y le dieron la esencia de lo digerido? Otros que a lo mejor tampoco lo sacaron del original, o quizás la memoria los traiciona y confunden palabras, apellidos, géneros. Abundan quienes lo hacen a propósito, ya sea por candor, presunción o rapiña. En cualquier caso, el hombre no puede defenderse. Lo que digan que dijo, e incluso lo que escriban que escribió, será entrecomillado sin más trámite. No habrá palurdo apuesto que no tenga la opción de corregir, tergiversar, reescribir o falsificar su obra. ¿Quién imagina infierno más atroz para un profesional de la escritura?

Hace unos años le tocó a Carlos Fuentes responder a una de estas falsificaciones, perpetrada a propósito para apoyar una candidatura presidencial por una mano negra e inexperta —carente de la más elemental noción de estilo— a quien el novelista identificaría, con cierta chusquedad caballeresca, como enemigo de la literatura. Y sin embargo el daño estaba hecho. Quedarán unos cuantos, nunca sabremos cuántos, que aún darán por auténtico el remedo y lo harán suyo a medias entre el alarde y la pedantería.
Carroña con melcocha. He ahí el tributo ingrato que hace de la paloma zopilote.


Fuente.
Javier Velasco. Hablando de gallinazos, columna Pronósticos del Clímax, 21/04/2014.
De Milenio.com.  Recuperado el 21 de Abril 2014 desde: